martes, 31 de agosto de 2010

Gaza: Miserables y nuevos ricos

A menos de un kilómetro de "la línea" está la ciudad de Rafah, una especie de oasis de consumo aparente en medio de la nada de Gaza. La calle principal está llena de tiendas con los escaparates llenos de todo tipo de mercancías. Aunque, la verdad es que hay mucho movimiento y pocas compras. No hay dinero para consumir. Tan solo hacen negocio los puestos de kebab, dulces y helados. Coches y motos nuevos circulan por la calle, sin matrícula y con sus conductores dejándose ver. Son los nuevos ricos de un país lleno de miseria.
En Rafah, en la segunda línea de viviendas junto a los túneles (la primera está destruida por los constantes bombardeos israelíes), comienza el campo de refugiados de Yevna; decenas de bloques de casas a medio construir, o a medio destruir, en donde viven cerca de 8.000 personas. Un fuerte contraste con la calle principal. La mayoría vive de las ayudas de la UNRWA.
En el cuarto piso de un edificio medio en ruinas vive Khaled Zanun, un refugiado de 45 años que llegó, con sus padres, hace 40 de Al Abassia, al norte de Israel, junto al aeropuerto Ben Gurión. Sentado en el suelo, sobre una alfombra limpia, cuenta que está casado y tiene ocho hijas, pero que en enero de 2009, los bombardeos israelíes mataron a su único hijo, que solo tenía 15 días. "Los bombardeos sobre los túneles fueron muy intensos, el aire estaba muy viciado y mi bebé no podía respirar; murió intoxicado", dice con la mirada perdida. "Desde entonces soy un muerto. El mejor futuro es morir cuanto antes y dejar de sufrir".
La vuelta de Rafah a la ciudad de Gaza es una oportunidad para transitar una calle emblemática, la de Saladino, por la que se circulaba con alegría antes de 1948. Forma parte de una gran carretera que nacía en Marruecos y pasaba por Túnez, Argelia, Libia, Egipto, Gaza, Israel y Líbano, antes de llegar a Turquía. Ahora ya no es lo que era, como todos los territorios palestinos.
Circulan por el asfalto gastado de la vía de Saladino todo tipo de vehículos medio rotos. Desde grandes camiones, hasta pequeños carros de madera tirados por burros, que transportan materiales de construcción de segunda mano, obtenidos de las casas destruidas por los bombardeos.
Después de varias horas de viaje, se llega al barrio de Ezbeit Abd Rabo, en Gaza capital. Es otra de las zonas más castigadas los bombardeos de 2008-2009. Se ven infinidad de casas destruidas, que ni se han reconstruido, ni se podrán reconstruir en mucho tiempo. También hay solares limpios donde había casas de familias.
Majed al Atamma, 60 años, nos recibe en su nueva casa de barro que le ha entregado la UNRWA tras la destrucción de su vivienda y las de su familia. "Durante los bombardeos, los israelíes nos destruyeron seis casas y tres coches de taxi. Todo lo que teníamos quedó destruido por los helicópteros Apache, que se ensañaron con nosotros", dice con una mirada de ira. "Han acabado con nuestra vida".
En esas seis casas vivían 57 personas de su familia: hermanos, cuñados, hijos, sobrinos… "Después de casi un año de vivir en esa chabola", explica, "UNRWA nos construyó esta casa de barro en donde nos hemos metido mi mujer y yo, y seis hijos". La casa tiene unos 60 metros cuadrados repartidos en dos dormitorios, una cocina y un baño. Al lado, unas cuantas chabolas, un pequeño terreno labrado, dos burros y varias gallinas y patos.
Majed se muestra muy irritado. "Israel es un Estado terrorista. Primero nos quitaron nuestra tierra, en 1948, y 60 años después han destruido lo que habíamos logrado recomponer durante mucho tiempo. ¿Dónde están la democracia y la justicia? Antes podíamos vivir, aunque estábamos enjaulados en Gaza; pero ahora, ni eso. No tenemos nada. Lo destruyeron todo, con saña. La vida ahora es un infierno. ¿Qué tenemos que ver los civiles con una guerra? ¿por qué nos tienen encarcelados aquí? Palestina es nuestra tierra y nos la han robado. Además, durante todo el proceso de paz, desde 1994, Israel no ha dado un paso. Nosotros somos pacíficos y nos han encarcelado en un territorio pequeño. ¿Qué va a ser de nosotros?".
Esa es la pregunta que se hacen todos los habitantes de Gaza. Y la única respuesta que reciben viene de los clérigos en las mezquitas: hay que seguir luchando. El poder de la religión es total en la franja, de la mano del Gobierno de Hamás y del creciente movimiento islamista. Hasta en la calle se nota el aumento del velo entre las mujeres.
Ayat tiene 28 años, trabaja en el Ministerio de Religión y acepta fotografiarse con el velo que llevan las suníes. "Es un velo completo, hiyab, que llevo desde el primer año de universidad", explica. "Creo en él y me siento muy cómoda. Me aleja de los problemas y me da libertad para moverme sin que me conozcan. Nadie me obliga y lo hago porque quiero". Está casada y tiene un hijo y una hija. "A mi hija la dejaré elegir si lo quiere llevar o no".
Miserables junto a nuevos ricos
La calle principal de Rafah, donde están excavados la mayoría de los túneles que sirven para introducir mercancías subrepticiamente desde Egipto.
Miserables junto a nuevos ricos
Majed al Atamma vive en una casa de barro tras la destrucción de su vivienda y las de su familia -57 miembros- por los bombardeos israelíes.
Miserables junto a nuevos ricos
Ayat (dcha.), de 28 años, trabaja en el Ministerio de Religión y lleva velo completo desde el primer año de la universidad.
Miserables junto a nuevos ricos
"Antes podíamos vivir, aunque estábamos enjaulados en Gaza; pero ahora, ni eso. No tenemos nada", se lamenta Majed.
Miserables junto a nuevos ricos
Los claveles son uno de los pocos productos que puede exportar Gaza. Una parte de los beneficios queda en Israel. En la foto, trabajadores en una cámara frigorífica.
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domingo, 29 de agosto de 2010

96 que regresan

Un cementerio sin flores, lápidas ni nombres

Recuperados en una fosa común los restos de 96 fusilados del franquismo tras seis días de trabajo

NATALIA JUNQUERA 28/08/2010  El País.com

Es una de las mayores fosas del franquismo abiertas hasta ahora en España y la más complicada para el forense Francisco Etxeberria, quien ha participado en más de un centenar de exhumaciones desde el año 200. Está en el monte de La Pedraja, junto a la carretera N - 120 que une Burgos y Logroño, en mitad del Camino de Santiago. Un equipo de 25 expertos, algunos llegados desde EE UU, Argentina y Reino Unido, ha recuperado los restos de 96 fusilados. Les ha llevado seis días en jornadas de 10 horas porque los huesos estaban muy deteriorados por la humedad y se deshacían al cogerlos.

La fosa tiene 25 metros de largo por dos de ancho. Los familiares de los fusilados han contado con una subvención de 37.500 euros del Gobierno para llevar a cabo la exhumación, pero la identificación de los restos por ADN será muy complicada porque los huesos están en muy mal estado. Las víctimas fueron asesinadas y enterradas en este paraje en distintos momentos del año 1936.

"A mi abuelo, Rafael Martínez Moro, lo detuvieron al día siguiente de empezar la guerra, el 19 de julio de 1936 ", cuenta Eva Martínez Movilla. "Era presidente de la Agrupación Socialista de Bivriesca y contratista de obras públicas y había hecho varios tramos de esta carretera donde fue enterrado. Tenía 42 años y cinco hijos, el mayor, mi padre, de 13 años, y la más pequeña, Victoria, de seis. Lo fusilaron el 3 de octubre de 1936. El día anterior le había enviado una carta a mi abuela desde la prisión central de Burgos diciéndole que no hacía falta que fuera a buscarle cuando lo dejaran en libertad".

En esta fosa también busca a su tío Luis Carlos García, de 73 años. "Lo mataron el 3 de agosto de 1936 y mi padre, su hermano, se escondió durante casi ocho años en casa para que no le pasara lo mismo. A mí no me dijeron que aquel hombre era mi padre para que no lo dijera por el pueblo. Me enteré a los ocho años. Al final se trastornó y se entregó a la Guardia Civil. Le tomaron por loco", cuenta.

Miguel Ángel Martínez, representante legal de la Agrupación de familiares las personas asesinadas en el monte de La Pedraja, cuenta que llevan desde el año 1976 intentando sacar el horror de esta fosa a la luz. "Alrededor de esta hay más y calculamos que puede haber enterrados aquí los restos de más de 300 personas", asegura.

Hallados 96 cadáveres en la fosa de La Pedraja
La fosa hallada de la localidad burgalesa de La Pedraja es mayor de lo esperado. En lugar de los 70 cadáveres que se esperaba que albergase, han sido hallados de momento -96.- MABEL GARCÍA

Rafael Martínez Moro, enterrado en La Pedraja
Esta es la foto de Rafael Martínez Moro, una de las 96 personas enterradas en la fosa de La Pedraja.-

La noticia en su origen: Un cementerio sin flores, lápidas ni nombres · ELPAÍS.com

sábado, 28 de agosto de 2010

Gaza: Una línea de 2.000 túneles

En la frontera del sur de Gaza con Egipto, en la provincia de Rafah, se extiende lo que los palestinos llaman "la línea": una enorme extensión de ocho kilómetros repleta de túneles excavados manualmente, por los que entra desde Egipto la mercancía necesaria para sobrevivir. Están consentidos por los gobiernos de Hamás, Egipto e Israel, aunque estos últimos bombardean la zona de vez en cuando, cuando quieren aplicar represalias ante cualquier cosa.

La llegada es como internarse en una zona de invernaderos de plástico, como los de Almería; cientos de ellos junto a montones de arena extraídas de las excavaciones de los túneles. Todo es siniestro y hay centenares de personas que parece que esperan algo, apostados junto a camiones y furgonetas vacías. Miran de soslayo a los que pasan por allí. Hay como un ronroneo generalizado por los cientos de generadores que alimentan la actividad de los túneles.

A escasos doscientos metros, una enorme alambrada que marca la frontera con Egipto, detrás de una carretera mal cuidada por donde circulan, cuando quieren, los vehículos israelíes.

Después de algunas conversaciones discretas a través de un contacto palestino, se puede entrar a uno de los túneles. Al lado, dos enormes camiones y varias decenas de jóvenes que salen de la tienda con sacos de cemento que cargan en los vehículos. Toneladas de cemento recién traídos de Egipto por el túnel de al lado.

Por túneles de unos 80 centímetros de diámetro llegan los suministros que no tienen otra forma de entrar en Gaza

La entrada es a través de una pared de plástico negra, como las bolsas de basura, que da paso al interior: un tenderete bastante cutre. Allí hay dos jóvenes descalzos, en pantalón corto y camiseta, y sucios de tierra por todas partes. En una equina, un infiernillo con té, junto al generador que emite el ruido más escuchado en la franja de Gaza.
El suelo es de tierra. En el centro hay una estructura de hierros oxidados, con soldaduras mal hechas sobre los tubos y una polea que funciona con un motor mínimo y viejo, que suena como si se fuera a romper en cualquier momento. Todo parece que vaya a romperse. Bajo la estructura, un agujero de 2 metros de diámetro, una especie de pozo con las paredes recubiertas de hormigón. Abajo, 20 metros de túnel vertical con una escalera de tubos empalmados a un lado, que da miedo verla.

La bajada al pozo es claustrofóbica. Sentado sobre una especie de trapecio de cuerda y madera, que el motor de la polea va deslizando penosamente, es como si estuvieras bajando a los infiernos. La travesía parece interminable. Una vez abajo, se agradece pisar tierra firme, aunque la sensación de agobio no desaparece. Con una altura de 1,20 metros, hay que permanecer agachado mientras se observa el largo túnel que se dirige hacia Egipto. La forma de comunicarse con el exterior es un radiotransmisor igual de cutre que todo lo demás.

Por ese túnel, de unos 80 centímetros de diámetro, llegan los suministros que no tienen otra forma de entrar en Gaza por el bloqueo israelí. En unos contenedores azules (unos bidones rajados por la mitad), llegan cargamentos de comida, cemento, herramientas, bidones de gasolina, piezas de motores… de todo. Abajo hay otro motor que tira del cable al que están enganchados los contenedores caseros que llenan en Egipto, a 400 metros de la entrada del túnel.

Hoy hay poca actividad, porque hace dos días los aviones israelíes bombardearon la zona, en respuesta a la muerte de dos colonos judíos por los cohetes lanzados desde la franja Murieron dos trabajadores de los túneles. Están pendientes del ruido exterior, por si vuelven los aviones, aunque ya están acostumbrados a vivir en esa situación de incertidumbre. "No sabemos si mañana estaremos vivos", dice uno de los jóvenes, que no tendrá más de 22 o 23 años, y que fuma sin parar.

En la frontera con Egipto hay cerca de 2.000 túneles, aunque nadie quiere decir el número. Tampoco cuentan dónde están los túneles grandes por donde pasa otro tipo de material. "No lo sé", es la respuesta machacona.

"¿Pero existen esos túneles por donde pasan automóviles e incluso armamento?".

"No lo sé". Lo saben, pero nadie se atreve a hablar de ellos. La mejor prueba de que existen son los todoterreno, camionetas y motocicletas nuevas que circulan por la ciudad de Rafah, sin matrícula y con pinta de no tener más de un año de vida.

Los túneles se empezaron a construir en 2006, cuando el bloqueo israelí cerró por completo las fronteras. Fue una forma de supervivencia. Pero también un negocio para los que los operan y para sus socios egipcios, con los que van al 50%. Cerca de 70.000 personas viven de los túneles; familias enteras.

Construir un túnel tiene su dificultad y su coste; unos 140.000 dólares, según explica Abu Mohammad, socio propietario de uno de ellos. Tiene 58 años y antes era conductor de taxi; hacia el trayecto Gaza-Jordania y vivía bastante bien. Cuando cerraron la frontera, decidió que era el momento de cambiar de profesión. Buscó un lugar muy próximo a la frontera y construyó uno de los primeros túneles que se hicieron.

"Invertimos cerca de 140.000 dólares y tardamos seis meses. El coste puede parecer muy elevado, pero el salario de los excavadores es de 400 dólares diarios, por lo que sale a 200 dólares el metro. El material asciende a unos 30.000 dólares", explica con una taza de té en una mano, mientras espanta las moscas con la otra. "La inversión se amortiza en un año".

Existe un mapa de túneles, que mantienen en el mayor de los secretos, por seguridad. Pero las autoridades palestinas de Gaza venden las concesiones informalmente y se aseguran de que no se encuentren unos túneles con otros. El trabajo de excavación se hace con brújula, unos pequeños generadores y mucha voluntad para sacar las toneladas de tierra del agujero.

En el túnel de Abu trabajan entre ocho y 15 personas. "Depende del trabajo. Estos días todo está parado, porque los egipcios no se arriesgan a enviar mercancía; tienen miedo de los bombardeos israelíes". El ambiente está tenso. Hay nervios, muchos nervios. En un momento dado suena el ruido de un avión y todos miran al cielo. Falsa alarma, no es un bombardero y, además, pasa por el otro lado de la frontera.

Una línea de de 2.000 túneles
Paisaje de los túneles de Gaza en Rafah próximos a la frontera con Egipto.

Una línea de de 2.000 túneles
Un joven desciende al interior de uno de los 2.000 túneles que comunican clandestinamente el sur de Gaza con Egipto.

Una línea de de 2.000 túneles
En la frontera con Egipto hay cerca de 2.000 túneles, aunque nadie quiere decir el número exacto.

Una línea de de 2.000 túneles
La forma de comunicarse con el exterior es un radiotransmisor igual de cutre que todo lo demás.

Una línea de de 2.000 túneles
La excavación se hace con brújula, unos pequeños generadores y mucha voluntad para sacar las toneladas de tierra del agujero.

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jueves, 26 de agosto de 2010

Bangladesh: Caras abrasadas por el ácido

Los peligros de las niñas y de las mujeres no están solo en la calle. Como en otros países, en Bangladesh también hay violencia de género, con el agravante de que allí se utiliza el ácido como arma. Miles de mujeres viven con la cara o el cuerpo abrasados por el ácido sulfúrico que alguien tiró sobre ellas.

Nila tiene 17 años y es la líder de una organización de mujeres atacadas por el ácido, en la ciudad de Sirajganj, a unos 170 kilómetros al norte de Dhaka. Tiene la cara y parte de su cuerpo quemados y ha decidido que va a dedicar su vida a denunciar y acabar con esa salvajada.

"Me casé en 2006, con sólo 13 años, en un matrimonio arreglado por mis padres, en el que hubo que pagar dote", explica con tranquilidad. "Mi marido era mucho mayor que yo, viajaba mucho a Arabia Saudí, porque trabajaba allí, y cada vez que volvía me pegaba. No me quería, se cansó pronto de mí. Un día me dijo que nos íbamos a vivir a Riad y que como no le obedeciera, me iba a vender en cualquier sitio. Yo me opuse durante muchos días, hasta que el 18 de febrero de 2008 llegó a casa con una botella llena de ácido y me la tiró por la cara y todo el cuerpo".

Nila tenía entonces 15 años. "El ataque acabó con mi vida, pero he decidido que no puedo rendirme y voy a dedicar todas mis fuerzas a luchar contra esta gente". Gracias al movimiento que preside Nila los agresores están siendo juzgados con dureza y ellas confían en acabar con esos ataques.

Los primeros casos se produjeron en 1994, precisamente en la zona de Sirajganj, un distrito en el que más de 500.000 personas trabajan en la industria de los telares. El ácido sulfúrico se utiliza para fijar los colores en los hilos de algodón y, aunque solo puede comprarlo el que tiene una licencia, el ácido circula sin problemas por las calles.

Nurun Nahar, 30 años, también sabe lo que es ver destruida su vida por un ataque con ácido. "Fue en 1995, cuando yo tenía 15 años", explica. "Vivía en el distrito de Patuakhli, al sur de país, con mi madre y mis hermanos. Había un chico de 18 años que estudiaba en mi misma escuela y que me pidió relaciones varias veces y yo siempre le dije que no. Un día me dijo, muy violento, que si no le quería iba a arruinar mi vida, pero yo no le tuve miedo".

"A los pocos días, el 13 de julio de 1995, entró en mi casa de noche y me tiró ácido a la cara", recuerda Nurun con un escalofrío. "Yo no sabía lo que había pasado. Me dolía mucho la cara y los brazos; sentía como si estuviera muerta. Por la mañana me llevaron al hospital y empecé todo tipo de tratamientos. Pasé ocho meses de hospital en hospital".

Su vida estaba acabada hasta que una conocida activista de Bangladesh, Nasreen Parvin Har, leyó su historia en un periódico y decidió ayudarla. "La policía no había hecho nada cuando lo denunció mi madre", explica Nurun, "pero llegó cuando Nasreen empezó a investigar y lo detuvieron. En 1997 le condenaron a muerte, aunque la sentencia está recurrida. Pero lo importante es que yo volví a la vida. Pienso en el presente y en futuro e intento olvidar el pasado, aunque estas marcas en mi cara lo hacen muy difícil".

Miles de mujeres víctimas de la violencia de género terminan con la cara o el cuerpo abrasados por el ácido

Nurun trabaja en Action Aid Bangladesh en un programa de apoyo a las mujeres atacadas por ácido. Allí la llevó Nasreen en 2004, cuando fue nombrada directora de esta organización. En 2006, Nasreen Parvin Har murió en un accidente de tráfico, aunque su proyecto y su legado siguen vivos en Bangladesh.

Los niños de la calle
Nila, de 17 años, lidera una organización de mujeres atacadas por el ácido en la ciudad de Sirajganj.

Los niños de la calle
En Bangladesh, el ácido se utiliza como arma contra las mujeres en la violencia machista.

Los niños de la calle
La joven Nila ha decidido dedicar su vida a denunciar y acabar con esta práctica salvaje.

Los niños de la calle
Los primeros ataques a mujeres fueron en 1994 en Sirajganj, una ciudad con telares. En esta industria se usa el ácido sulfúrico.

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martes, 24 de agosto de 2010

Bangladesh: Prostitutas de 15 años

Centenares de niñas son vendidas cada año en Bangladesh a las shardarnis (alcahuetas) que regentan los burdeles. En un país con más del 90% de población musulmana, llama la atención ese mercado de niñas y mujeres en sus principales ciudades.

A 140 kilómetros al oeste de Dhaka, en la ciudad de Faridpur, de 600.000 habitantes, hay dos enormes burdeles creados en la época colonial británica, que siguen abiertos más de cien años después. Para llegar a Faridpur hay que cruzar en ferry el gigantesco río Padma; un río con pedigrí, en el que desembocan el Brahmaputra y el Ganges. Cerca del cauce fundaron los británicos esta ciudad, que fue creciendo gracias al comercio y que acabó atrayendo a prostitutas de todo el país.

En el centro de la ciudad, junto al mercado principal, trabajan más de 400 prostitutas, y en las afueras, hay otro burdel con cerca de 500. Más de la mitad de ellas no llegan a los 16 años. La ONG Action Aid, de la que forma parte la española Ayuda en Acción, tiene un programa de atención a los hijos de las "trabajadoras sexuales", como las llaman allí. Según sus datos, 280 niños y niñas pequeños viven en los burdeles con sus madres.

Para llegar al burdel del centro de la ciudad hay que entrar por unos callejones sucios que salen del mercado. Acaba de empezar a llover torrencialmente y el suelo de barro empieza a hacerse intransitable. Pero, a pesar de ser mediodía, ya empieza a haber público y las chicas asoman de las pequeñas chabolas, bajo pequeños paraguas, en busca de clientes. En el centro de esta pequeña ciudad de prostitución se levanta un edificio de cuatro plantas, con suelos y paredes llenos de mugre. La escalera es la zona de contratación y los pisos están llenos de pequeñas habitaciones en las que sólo cabe una cama y una palangana. En los pasillos, algunas mujeres han empezado a preparar la comida en pequeños infiernillos, mientras niños y niñas corretean por allí.

En la ciudad de Faridpur hay dos burdeles con unas 900 prostitutas; más de la mitad no llegan a los 16 años

Runa tiene 25 años, es muy menuda y tiene una ligera chispa en la mirada. Sentada en el suelo, junto a su hija Laguk, de 3 años, cuenta cómo llegó a ser shardani, después de empezar a ejercer la prostitución con 12 años. "Mi madre murió cuando yo tenía dos años", explica, "y mis tíos maternos me llevaron con ellos a India, donde viví feliz hasta los 10 años. Entonces me trajeron de vuelta a Dhaka, a casa de mi padre, que se había vuelto a casar y tenía dos hijos y una hija. Allí estuve poco más de un año, pero lo pasé muy mal, porque nadie me quería. Así que me fui de casa y pasé unos meses en la calle".

"Conocí a un chico y me fui con él, cuando tenía 12 años", dice con un tono de tristeza, "pero no me quería y me vendió a una shardani. Ella me llevó a la ciudad de Tangail y allí trabajé en un burdel durante cinco años. Cuando tuve dinero para comprar mi libertad me vine a Faridpur y trabajé en el burdel de las afueras, donde gané mucho dinero y lo dejé. Me compré un terreno, construí una casa y estuve tres años sin trabajar. Pero me quedé embarazada de un hombre que luego me dejó, se fue a Arabia Saudí, y tuve que volver aquí, aunque ya no atiendo a clientes. Ahora soy shardani y tengo tres chicas que trabajan para mí”.

"¿Cuántos años tienen?"

"Pocos, 13 o 14", dice con normalidad, como si olvidara que ella fue vendida con tan sólo 12. "Tienen que trabajar para mi durante dos años, en las que yo les busco clientes y ellas me dan todo el dinero que obtengan".

Laguk, su hija, juguetea con un teléfono móvil sin hacer mucho caso a la conversación, hasta que su madre empieza a hablar de ella. "Es verdad que éste no es lugar para una niña tan pequeña", responde Runa, "pero ya le queda poco tiempo aquí. En cuanto cumpla 5 años la llevaré interna a una madrasa (escuela coránica), para que sea experta en el Corán y se gane la vida como lectora coránica".

"Cuando mi hija esté fuera de aquí, con el dinero que haya ahorrado me iré con mi novio, que está estudiando en Dhaka y que me acepta como soy. Se llama Mehegib", dice mientras enseña una foto suya en la pantalla del móvil, "y se va a casar conmigo".

HISTORIAS SÓRDIDAS

Cada trabajadora sexual tiene su propia historia, aunque todas ellas son sórdidas y tristes. Shamol, director de la ONG Iniciativa para el Bienestar de la Mujer, que trabajan con Action Aid, explica que "la gran mayoría de las prostitutas empiezan a trabajar con menos de 15 años, por pobreza, por engaño o por secuestro y venta. Y una vez que empiezan, no pueden reintegrarse a la vida normal, porque son unas apestadas. Nosotros lanzamos nuestro programa de ayuda a las trabajadoras sexuales y a sus hijos hace ocho años y, poco a poco, vamos convenciéndolas para que nos los entreguen para que tengan una vida mejor. En nuestros dos centros viven 15 niños y 14 niñas, a las que damos educación y sacamos de ese ambiente terrible".

Dice que tiene 22 años, pero no debe de tener más de 16. Viste muy elegante, con la cara pintada muy de blanco, los ojos de negro y la boca de rojo. Se llama Shirin o Sharmin, dependiendo del cliente, y lleva tres meses trabajando con una shardani en el burdel, a la que entrega todos sus ingresos. "Me queda un año de trabajo para pagar mi libertad", explica, "luego quiero volver a buscar a mi madre, que no sabe lo que hago".

Su historia es tan dramática como la de casi todas. "Cuando mi padre murió", explica, "mi madre concertó, con 13 años, mi matrimonio con un chico de 20, de Dhaka, al que yo no conocía. Al poco de casarme, mi marido me empezó a pegar y descubrí que era alcohólico, así que me fui a Chittagong, con mi madre, a trabajar a una tienda. Conocí a un chico con el que me fui hace cuatro meses y después de unas semanas me trajo aquí y me vendió a una mujer a la que tengo que dar todo lo que gano. Empecé hace tres meses con cinco clientes al día y ahora hay veces que tengo hasta 20, pero así podré ganar el dinero de mi libertad antes y volver a casa".

La que ya no tiene ninguna esperanza es Mina, 35 años, que fue vendida a la shardani más famosa de Dhaka con sólo 12 años. "Me había ido de casa de mis abuelos, con quienes vivía desde que murió mi madre", explica, "y me acogió una señora para la que trabajé de sirvienta en Dhaka. Pero un día me llevó a la casa de Nasha y me vendió. Allí llegue hace 23 años y había más de 50 niñas de mi edad en un burdel muy lujoso. Estuve siete años, hasta que me enamoré de un cliente, Ami, que se quiso casar conmigo. Fueron mis únicos tres años de felicidad. Tuve un hijo, pero se murió a los cinco meses de neumonía. Además, se me gastó todo el dinero que tenía ahorrado, Ami se casó con una segunda mujer y me empezó a maltratar, así que decidí volver aquí, donde está mi vida". Lo dice con tristeza, entre lágrimas.

SALVADAS DE LA TRAGEDIA

Para evitar casos como los de Runa, Shirin y Mina, Action Aid tiene cinco refugios para niñas en Dhaka. Es muy poco para una ciudad de 16 millones de habitantes, pero las happy homes funcionan en barrios especialmente peligrosos llenos de zonas de chabolas, llamadas slums, que se hicieron célebres con la película Slumdog millionaire. Y las 150 niñas que han encontrado plaza están a salvo.

Sonia tiene 13 años y llora cuando tiene que contar su vida. Su familia la abandonó con apenas 4 años, dejándola en las cercanías de una mezquita; allí fue acogida y adoptada por una mujer, que la dejaba en otras casas para servir. Con 6 años, la madre adoptiva la envió a isla de Bola, al sur de Bangladesh, para cuidar a la madre de ésta. Para ello, tenía que mendigar todos los días en la calle, así que se escapó.

Su vida entre los 7 y los 11 años, en que entró en esta happy home de Ayuda en Acción, es un agujero negro que ella prefiere olvidar. Solo llora cuando se le pregunta. En el centro saben que vivió en la calle y que sufrió abusos. Ahora está a salvo. Estudia primaria, aprende a coser y quiere trabajar de costurera.

También Mukta, de 9 años, llora al recordar su vida antes del refugio. La crió su abuela desde los 3 años, porque su madre se vio envuelta en un asesinato y se fue a la cárcel con cadena perpetua. Vivía en un slum cerca del río en Dhaka y hacía todo tipo de trabajos, hasta que su abuela decidió traerla al refugio, con 7 años. Prefirió aprovechar la oportunidad de una plaza para la salvación que seguir arriesgándolo todo en la calle. Mukta aprende a hacer bolsas de papel y quiere terminar su educación y ser maestra.

La historia de Drina, 14 años, es también dramática. Vivía con sus padres en la isla de Bola, en el sur, una vida que no le gustaba. Ella era muy rebelde y se fue de su casa a los 11 años, después de una pelea con su hermano. No sabía adonde ir, se montó en un ferry y se durmió. A la mañana siguiente amaneció en la mayor terminal de ferries del país, en Dhaka, y empezó a vivir en la calle. Un día, una mujer la recogió de la calle para trabajar de sirvienta en su casa y allí duró siete meses, sin cobrar nada. Así que volvió a la calle y pasó un tiempo indeterminado hasta que una asistente social la trajo al refugio, hace dos años. Ahora trabaja de esteticista en una peluquería del barrio y pronto abandonará el centro para vivir en un piso.

"¿Te arrepientes de haberte escapado de tu casa?".

"No", responde convencida, "cuando estaba en la calle a veces lo pensaba; pero ahora estoy satisfecha con mi vida. Si hubiera seguido en mi casa me hubieran casado con 12 o 13 años y ahora puedo tener mi vida, aunque sé que he corrido muchos riesgos en la calle".

Todas ellas están ahora a salvo, pero la ONG local que gestiona las happy homes, junto a Ayuda en Acción, desde hace cuatro años, se enfrenta a un grave problema de financiación. Necesitan 100.000 euros al año para mantener los cinco refugios en donde viven las 150 niñas. Si no lo consiguen tendrán que cerrar el próximo otoño.

Los niños de la calle
Mina, de 35 años, fue vendida a la shardani (alcahueta) más famosa de Dhaka con 12 años.

Los niños de la calle
Una chica aguarda a la puerta de su habitación del prostíbulo de Faridpur en el que trabajan 400 mujeres.

Los niños de la calle
Dice que tiene 22 años. Se llama Shirin o Sharmin, dependiendo del cliente. Entrega todos sus ingresos a la shardani que regenta su burdel.

Los niños de la calle
Los dos enormes burdeles que hay en Faridpur se crearon en la época colonial británica.

Los niños de la calle
El prostíbulo está lleno de pequeñas habitaciones en las que solo cabe una cama y un palangana.

Los niños de la calle
La mayoría empieza a trabajar con menos de 15 años, por pobreza o por secuestro y venta.

Los niños de la calle
Runa tiene 25 años y es shardani. Tres chicas trabajan para ella. Empezó de prostituta con 12 años.

Los niños de la calle
Esta secuencia muestra a una niña con un cliente.

Los niños de la calle
La joven trabaja en un burdel de Faridpur.

Los niños de la calle
Una ONG local gestiona cinco refugios en Dhaka para evitar que las niñas caigan en la prostitución.

Los niños de la calle
Centenares de niñas son vendidas cada año a las shardarnis que regentan los burdeles.

Los niños de la calle
Shardarni de uno de los dos lupanares de Faridpur.

Las ONG encargadas de los refugios para niñas necesitan 100.000 euros al año para mantener abiertos los centros

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domingo, 22 de agosto de 2010

Los agujeros negros del planeta IV

 República Centroafricana: La malaria

En el barracón de pediatría del hospital de Batangafo, en la República Centroafricana (RCA), se respira el horror. Qussi, 29 años, vive con la esperanza de que sus dos gemelas de un año, Pamila y Nguera, sobrevivan a la fiebre alta y las diarreas provocadas por la malaria, por la que llevan ingresadas cuatro días. Todavía recuerda cómo hace dos años murieron en ese mismo hospital y por la misma enfermedad otros dos de sus hijos, también gemelos de cinco meses, que llegaron demasiado tarde. Antes había acudido a lo que llaman “medicina tradicional” y el tratamiento del curandero retrasó varios días el ingreso en el centro médico. A 600 kilómetros al sur, en la ciudad de Boda, medio centenar de niños intentan sobrevivir a la desnutrición en otro hospital, que, como el anterior, es atendido por Médicos Sin Fronteras (MSF). La crisis de los países ricos ha reducido a mínimos la actividad en las minas de oro y diamantes, y los habitantes de la zona no tienen qué comer. Las víctimas son siempre los niños. Al norte del país, cerca de la frontera con Chad, centenares de familias montan sus chamizos en un improvisado campo de desplazados, preparados para pasar la temporada de lluvias. Han tenido que abandonar sus poblados ante la advertencia del Ejército regular de que van a “barrer” la zona en busca de rebeldes que llevan años ejerciendo su ley.

Estas son imágenes habituales en la República Centroafricana. Un país olvidado en el África profunda, rodeado por otros Estados tristemente conocidos por sus continuos conflictos: Chad, al norte; Sudán, al este; Camerún, al oeste, y Congo y la República del Congo, al sur. Con 4,3 millones de habitantes, la mitad de ellos menores de 18 años, la RCA vive marcada por la violencia contra las personas, por los continuos desplazamientos de poblados enteros huyendo de las facciones rebeldes que actúan en el país, por la ausencia de un sistema sanitario y educativo decente, por la corrupción generalizada en todos los estamentos de la sociedad, por las epidemias de malaria y tripanosomiasis, por la desnutrición… Un auténtico agujero negro que no aparece en los periódicos y cuyo personaje más conocido fue el tristemente célebre emperador Bokassa, que gobernó el país entre 1966 y 1979 y dejó un legado de corrupción y violencia que se ha consolidado en las décadas siguientes mediante golpes de Estado sucesivos que encumbraban a militares en busca de fortuna. De la época de colonización francesa solo queda el idioma, algunos edificios que se caen a pedazos y los intereses de empresas galas que exportan madera, uranio y metales preciosos.

La llegada a Bangui, capital de la RCA, es un augurio de lo que depara el país. A las dos de la madrugada, el diminuto aeropuerto se parece a una estación de autobuses abandonada. Es inútil intentar hacer cola ante el funcionario con uniforme militar de camuflaje que recoge los pasaportes, porque el centenar de viajeros se abalanzan para entregar primero el documento. Mientras tanto, las maletas se amontonan al final de una cinta que avanza al ritmo africano, cansino, y que las deja caer sobre el suelo de cemento.

El barracón de pediatría está a rebosar. Hay 61 niños ingresados. Están como desmayados en brazos de sus madres

Bangui “la Coquette”, reza un cartel a la entrada de la ciudad. Así la bautizaron los franceses. Apenas se puede leer, porque las pocas farolas que funcionan lo hacen con unas bombillas de bajísima intensidad. Los 400.000 habitantes de la ciudad duermen a esas horas, y en las calles solo se oye el ruido de los generadores de fuel que dan energía a las viviendas, porque la única central eléctrica no da servicio todo el día. Ese uno de los nuevos sonidos de las capitales de los países pobres.

A mediodía, el aeropuerto está completamente vacío. Un par de soldados atiende al grupo que quiere viajar hacia el norte. Recuperados los pasaportes, hay que andar por la pista hacia una avioneta bimotor que comparten Médicos Sin Fronteras y Cruz Roja Internacional. Los lunes y los jueves hacen viajes de ida y vuelta al norte del país, en donde diversas organizaciones internacionales intentan ayudar a luchar contra las enfermedades tropicales y las que causan los hombres con sus armas.

LUCHA CONTRA LA MALARIA

Dicen que Batangafo es una ciudad y, de hecho, allí viven cerca de 28.000 personas, más de la mitad menores de 18 años. Pero más parece un enorme descampado, sin electricidad, sin agua corriente y sin nada parecido a calles, en donde se suceden infinidad de chozas de adobe con techo de paja y cientos de niños medio desnudos que saludan con una enorme sonrisa blanca. El llamado aeropuerto es como una carretera comarcal española de pocos centenares de metros; lo suficiente para que aterrice la avioneta.

Las únicas casas que no son de adobe son el ayuntamiento, la subprefectura, las sedes de algunas ONG y, por supuesto, el hospital. Un conjunto de barracones construidos en los años treinta que se fueron echando a perder por la falta de medios de la sanidad de la RCA, cuya gestión fue asumida en 2006 por la sección española de Médicos Sin Fronteras.

El barracón de pediatría está lleno a rebosar. Y eso que todavía estamos a finales de abril y no ha llegado la temporada de lluvias, que trae centenares de casos de malaria. Hoy hay 61 niños ingresados, de entre pocos meses y tres o cuatro años. Están como desmayados en brazos de sus madres, con los ojos entornados y una leve queja que sale sin fuerzas de su boca. Los llantos suenan con sordina, como si nadie los fuera a escuchar.

Qussi Dorkas tiene 29 años. Está sentada en una de las camas con mosquiteras apiñadas en el barracón, con un pequeño bebé en sus brazos. A su lado está Justine, su hija de cuatro años, con otro bebé en brazos. Son Pamila y Nguera, dos gemelas que van a cumplir un año y que fueron atacadas, probablemente la misma noche, por mosquitos anofeles. Tienen malaria y llevan cuatro días ingresadas con una fiebre muy alta y diarreas. No pueden ni llorar; están demasiado débiles. La vía por la que reciben el goteo sobresale de sus brazos esqueléticos.

“Soy de Batangafo y mi marido me abandonó hace unos meses”, explica Qussi. “Mis niñas enfermaron hace unos días y esta vez vine directa al hospital. No quiero que me pase como hace unos años, en que murieron de malaria otros dos gemelos de cinco meses por llegar tarde. Ahora me quedan otros hijos de 11, 6, 4 y 3 años, además de mis gemelas enfermas. Justine ha venido conmigo porque yo no puedo cuidar a las dos”.

La hermana se ha hecho mayor de repente. Atiende a su hermanita como si fuera una muñeca, aunque parece aterrorizada por lo que pueda pasar. Cuando se queja, la cambia con su madre para que esta le dé el pecho y calme sus leves quejidos. “Vivimos al día”, explica Qussi, “y mis otros hijos se han quedado trabajando en el campo para sobrevivir. No sé lo que pasará mañana. Lo único que me importa es que mis hijas no mueran”.

En África mueren un millón de personas de malaria al año; la mayoría, niños que tienen menos de cinco años

Otras 60 madres ocupan sus camas o pasean entre ellas con sus bebés en brazos, algunos enchufados al pecho y con la mirada perdida, esperando que pasen las horas. Etiene Lengue, enfermero de 32 años, natural de la RCA, es el responsable de pediatría desde hace dos años. Lleva todo el día atendiendo a los bebés con malaria y está cansado. Sabe que en pocas semanas llegarán las lluvias, y con ellas, centenares de niños con malaria cada día. “El año pasado”, explica, “llegamos a tener hasta 600 niños hospitalizados a la vez. Tuvimos que montar tiendas de campaña para atenderles. Mayo, junio y julio son los peores meses, aunque hemos conseguido reducir el nivel de mortalidad por debajo del 5%. Al principio morían muchos niños, porque antes los llevaban a los curanderos. Perdían un tiempo importantísimo, llegaban medio muertos y duraban menos de cinco horas. Ahora es distinto. Las madres han aprendido que sus bebés se curan aquí con medicinas”.

Para eso, los agentes de salud de MSF tienen que recorrer Batangafo y los poblados cercanos recordando que el hospital es gratuito y que atienden a todo el que va.

El hospital es como un poblado, aunque con construcciones mejores. Las familias esperan acampadas en los jardines, sentadas sobre esteras. La sala de consultas de pediatría es la más concurrida. Varias decenas de madres con sus niños en brazos esperan a que los enfermeros les hagan elparacheck, un leve pinchazo en el dedo que permita analizar la sangre de los niños y saber, en cuestión de segundos, si tiene malaria.

Hacen entre 80 y 90 pruebas al día y más de la mitad salen positivas. Si no tienen fiebre alta ni diarreas, vuelven a su vivienda con sus pastillas de Coartem y paracetamol. Si están más graves, se quedan internados en pediatría. “Estamos atendiendo a unos 150 niños, y esto no ha hecho más que empezar”, dice Etiene, el enfermero.

La visita continúa a otro barracón con casos más graves. Hay dos niños que los médicos piensan que no sobrevivirán. Louis tiene dos años y lleva una semana ingresado. Llegó con malaria y tuberculosis, y al poco tiempo la enfermedad le afectó al riñón. No tiene cura. Aunque le llevarán a Bangui, no hay máquinas de diálisis. Lo único que pueden hacer es darle un poco de cariño. Lo mismo le sucede a Michel, otro niño de 15 años, que está en los huesos por los efectos de la diabetes. Una enfermedad poco frecuente en África, pero que no se puede tratar por falta de insulina. Los diabéticos están condenados en la RCA.

María Teresa Servera Orga, 51 años, llegó en enero a Batangafo, contratada como médico por MSF. Es de Zaragoza y todos la llaman Pitita. Aprovecha los periodos de excedencia que le brinda la medicina pública española para enrolarse con diversas ONG por todo el mundo. Estará seis meses en la RCA y, a pesar de la dureza de su trabajo, conserva el sentido del humor. Lleva 24 horas de guardia y la dureza del día se nota en sus ojos. Acaba de pasar consulta a los dos niños que probablemente vea morir antes de volver a Zaragoza, pero se consuela diciendo que ahora sobreviven cerca del 99% de los pequeños que llegan a tiempo al hospital. En África mueren un millón de personas de malaria al año; la mayoría, niños de menos de cinco años. La cifra ha caído a la mitad en lo que va de siglo XXI, aunque hay más de 300 millones de personas infectadas.

“Aquí tratamos enfermedades olvidadas contra las que no hay vacunas, pero sí tratamientos”, explica con cierto optimismo. “Las ONG hacen un trabajo extraordinario y yo estoy muy contenta de poder devolver algo de lo que tengo. Estoy aquí por una necesidad vital y no siento que haya renunciado a nada. Es como un gusanillo… como las misiones”.

La malaria
Una mujer ciega en la ciudad de Batangafo.

La malaria
El pabellón de malaria infantil del Hospital de Batangafo. Un dóctor atiende a Qussi y a sus gemelas, Pamila y Nguera.

La malaria
Un niño enfermo de malaria.

La malaria
María Teresa Servera Orga, una doctora de Zaragoza contratada por Médicos Sin Fronteras, atiende una crisis de uno de los pacientes.

La malaria
El centro de análisis de malaria del hospital de Batangafo.

La malaria
Un médico apunta los resultados de los test de malaria realizados a la población infantil.

La malaria
Una mujer de la etnia Mbarara, con su hijo.

La malaria
Michel, un joven de 15 años, sufre diabetes, una enfermedad mortal en la zona.

La malaria
Unas mujeres, en los corredores del pabellón de malaria infantil.

La malaria
El hospital ha llegado a tener ingresados hasta 600 niños.

La malaria
Al día se hacen entre 80 y 90 pruebas de malaria y más de la mitad salen positivas.

La noticia en su origen: Los agujeros negros del planeta en ELPAÍS.com

jueves, 19 de agosto de 2010

Los agujeros negros del planeta III

 Haití: El rito de "el compromiso"

Ajenos a todo y a todos, miles de haitianos celebran en Saut D’Eau, a unos 60 kilómetros al norte de Puerto Príncipe, "el compromiso". Un ritual medio católico, medio vudú que les hace entrar en trance y olvidar su miseria por unos días. Y es que, aunque esté en América, Haití es África. Comparte con ese continente las raíces, el color, las costumbres y, sobre todo, la pobreza. Siete meses después del terremoto, el país sigue hecho añicos. No solo los edificios y las carreteras, también las personas están hechas añicos. En medio de los escombros sin recoger, 1.300.000 haitianos viven bajo los plásticos de 1.384 campos de desplazados (900 de ellos en la capital), esperando el momento de volver a sus casas. Un momento que se retrasa mes a mes, mientras 5.300 millones de dólares de los principales donantes internacionales esperan a que haya un Gobierno decidido a actuar con un proyecto y sin corrupción.

Haití ya era un agujero negro antes del terremoto que mató a más de 200.000 personas y si no fuera por las cientos de ONG que trabajan allí desde el 12 de enero, la vida se hubiera acabado para los nueve millones y medio de habitantes del país caribeño. Los haitianos llevan siglos acostumbrados a caer y a levantarse, pero la tarde en que tembló la tierra de la isla marca un antes y un después para el Estado más pobre de América. Los más optimistas piensan que las ayudas internacionales pueden servir para despertar de cientos de años de miseria y reinventarse a sí mismos. Pero la realidad es que los haitianos no creen en milagros, aunque recen a Dios y a los loas (santos del vudú).

Pier Janis tiene 37 años, seis dedos en cada mano y una mirada perdida, como de bruja. Es santera y dice que habla con Dios, mientras fuma sin parar. Lleva cuatro días en Saut D’Eau atendiendo a los cientos de fieles que se le acercan para que les ponga en contacto con Dios y con los loas. Por una pequeña cantidad de dinero les ayuda a comunicarse con el más allá en una pequeña cueva llena de velas encendidas, junto a las dos cataratas de 30 metros de altura.

"Aquí encontré hace muchos años el poder de los loas", explica en una mezcla de francés y creole. "Mis padres tenían los mismos poderes y me los traspasaron. Los fieles vienen a que les ayudemos a encontrar el camino. El bien y el mal conviven juntos y hay que apartar a los espíritus del mal, para encontrar el buen camino. Yo les ayudo".

"¿Por qué sucedió el terremoto en Haití?".

La respuesta tarda unos segundos, un par de caladas del cigarrillo, en salir de su boca. "Había mucha gente haciendo el mal y no se rezaba lo suficiente". Tras la sentencia, extiende la mano en busca de unas monedas.

La fiesta continúa junto a las dos enormes cascadas y otras tres o cuatro más pequeñas. Cientos de personas se apelotonan medio desnudas en busca de su purificación. Se lavan con hojas de basilisco y unos jabones que venden a la entrada y cantan. Hay muchas más mujeres que hombres. Al ruido del agua se une un estruendo de cigarras que también quieren participar de la fiesta.

El día transcurre entre rezos, lloros y velas encendidas. En una esquina, otra santera de más edad que Pier Janis llora frente a una fiel que ha ido a consultarla. "Aleluya. Te quiero mucho, Dios", grita con estrépito, mientras pone sus manos sobre los hombros de la mujer, que mira al cielo entre enormes lagrimones. Nadie se inmuta cuando empieza a llover torrencialmente. Parece que forma parte del ritual.

Poco a poco, los fieles van abandonando las cataratas y bajan hacia el pueblo, en donde un tumulto de miles de personas continúa la fiesta. Los creyentes se mezclan con grupos de jóvenes que vienen como al carnaval. La calle principal está llena de pequeños puestos de comida en donde las mujeres cocinan arroz, frijoles, manos de cerdo, carne guisada y patacones de plátano frito. Las botellas de ron corren de boca en boca.

Un grupo de mujeres vestidas con trajes azul claro y blanco avanzan, cantando en creole. Todas llevan el mismo escapulario de la Virgen de los Milagros. Una de ellas explica que han venido del norte de la isla para rezar. Se reconoce católica, pero no hace ningún feo al vudú. "Las dos cosas son parecidas", dice mientras avanza hacia una gran ceiba en donde se arremolina un enorme gentío. Allí, en medio, Pier Janis baila vestida de amarillo el ritmo africano de los bongos y las maracas. A su alrededor, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, se mueven al mismo ritmo.

Es el momento del sacrificio. Varios hombres traen dos vacas y dos cabras para que la santera elija el animal que debe ser sacrificado al dios Erzuli. La cadencia se va acelerando y Pier Janis da vueltas cada vez más rápidas, con los ojos cerrados. Está como en trance cuando se acerca a los cuatro animales; los toca, los rodea y, finalmente, se apoya, medio desmayada, sobre la cabeza y el cuello de una de las vacas. Es la elegida.

Mientras Pier Janis sigue con sus bailes rituales junto a un corro de fieles, el matarife degüella a la vaca y un chorro de sangre salpica al grupo, provocando el éxtasis general. Los cantos y los bailes africanos se hacen entonces más frenéticos todavía y hombres y mujeres entran en trance, mientras corre el ron haitiano. La fiesta continuará hasta entrada la madrugada en esta pequeña población en donde ni se sintió el terremoto del 12 de enero, ni quieren acordarse de él.

De vuelta a Puerto Príncipe, el visitante se encuentra con un panorama desolador. De los 9,5 millones de habitantes de Haití, más de 4,5 viven en la capital. Y de estos, cerca de un millón han perdido sus hogares y se refugian en los 900 campos que se extienden por toda la ciudad. En solares, plazas, jardines, campos de golf y hasta en la mediana de una carretera de la entrada en la ciudad se encuentra uno con decenas de miles de chamizos cubiertos de plásticos azules, negros o grises donados por las organizaciones internacionales.

La celebración de “el compromiso”
Una de las cientos de personas que se apelotonan medio desnudas en busca de su purificación bajo el agua de unas cascadas. En el rito se lavan y cantan.

La celebración de “el compromiso”
Pier Janis tiene 37 años, seis dedos en cada mano y una mirada perdida, como de bruja. Por una limosna, ayuda a comunicarse con el más allá.

La celebración de “el compromiso”
Ceremonia de vudú en la que se sacrifica un toro.

La celebración de “el compromiso”
El matarife degüella al toro y un chorro de sangre salpica al grupo. La mambó, agotada, se abraza a la nueva mambó, que oficiará el próximo rito.

La noticia en su origen:
Los agujeros negros del planeta en ELPAÍS.com

lunes, 16 de agosto de 2010

Un robot que enseña a conducir la silla de ruedas

Para jóvenes con parálisis

María Sainz | Madrid - ElMundo.es 16/08/2010

'Roly' es un pequeño robot que se sitúa delante de la silla de ruedas y que va mostrando el camino. Con un joystick 'inteligente' los jóvenes discapacitados aprenden a seguirlo y van desarrollando las habilidades de conducción que van a necesitar en el día a día. El 'invento', todavía en sus primeras fases, corresponde a un grupo de expertos de la Universidad de California (Irvine, EEUU).

Como explican en 'Journal of NeuroEngineering and Rehabilitation', tras probarlo en adultos, los investigadores, dirigidos por David J. Reinkensmeyer, decidieron demostrar su utilidad en niños. Para ello, eligieron a 22 pequeños sanos a los que se les pidió moverse en silla de ruedas, con o sin el robot.

Prototipo 'Roly'. | Marchal-Crespo. 'Journal of NeuroEngineering and Rehabilitation'

 

 

 

Prototipo 'Roly'. | Marchal-Crespo. 'Journal of NeuroEngineering and Rehabilitation'






El grupo que sí contó con la ayuda de 'Roly' mostró una mayor pericia para aprender a conducir la silla
. La prueba consistió en seguir una línea trazada en el suelo e intentar 'atrapar' al robot que se desplazaba por delante. Cada vez que lo conseguían, éste se ponía a 'bailar' y sonaba una música como recompensa.

Para moverse, los participantes emplearon un joystick que primero les enseñaba el movimiento que debían hacer y que, según fueron cometiendo menos errores, les fue dando más autonomía.

El equipo de la universidad estadounidense también probó esta tecnología con una niña de ocho años que sufría parálisis cerebral. Durante esta sesión de entrenamiento, los resultados también fueron positivos: "Mejoró sus habilidades de conducción [...] en un porcentaje incluso mayor que el de los pequeños sin problemas motores".

La importancia de la tecnología táctil

En este sentido, los expertos recalcan el buen papel desempeñado por la tecnología 'háptica' (relacionada con el tacto). Es decir, que el joystick pueda dirigir la mano del paciente para que el movimiento sea el adecuado y, no menos importante, que pueda dejar de hacerlo progresivamente, según se vaya aprendiendo.

"Para reducir el coste y mejorar el acceso a los entrenamientos, hemos desarrollado un sistema de silla de ruedas controlado de manera robótica en el que los niños con discapacidad pueden desarrollar de forma segura habilidades de conducción, siguiendo su propio ritmo y con una asistencia mínima", recalcan los autores.

Y añaden que esta opción resulta esencial en las personas que más tardan en aprender. Ellas tienen menos posibilidades de poder contar con un entrenador 'de carne y hueso' durante todo el tiempo que necesiten.

Además, destacan que, frente a otros modelos, este prototipo exige que el individuo vaya desarrollando ciertas habilidades de movimiento. Este aprendizaje podría servir, en última instancia, para que no siempre haya que recurrir a los modelos más automatizados, en los que esté presente "una navegación informática y un control avanzados".

Junto con los que padecen parálisis cerebral, otros niños podrían beneficiarse de este tipo de tecnologías, como aquellos con daño medular, esclerosis múltiple o que sufren las consecuencias de un infarto cerebral. De hecho, este mismo equipo de científicos ya planea seguir probando los pros y contras de su creación con otros pacientes.

La noticia en su origen:
Un robot que enseña a conducir la silla de ruedas | Tecnología Médica | elmundo.es
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Gracias Pilar … noticias así merecen ser difundidas

domingo, 15 de agosto de 2010

Los agujeros negros del planeta III, Haití

Campamentos de 50.000 almas

El mayor campo de desplazados es Aviation Camp, situado junto al peligroso barrio de Cité Soleil, en el antiguo aeropuerto militar que montó el Ejército norteamericano en los años veinte y luego se convirtió en un parque. Allí malviven más de 50.000 habitantes. El doctor Kobel Dubique, un haitiano de 30 años, se instaló allí un día después del terremoto para atender al aluvión de familias que acudieron a ese enorme parque.

"Este es el campo más poblado de Puerto Príncipe y también el más olvidado y desprotegido", explica mientras avanza entre las tiendas abarrotadas de gente. "Aquí han venido familias de los barrios más pobres de la ciudad, como Cité Soleil, Pont Rouge o La Saline y no contamos con seguridad o ayuda humanitaria. Además, las bandas juveniles actúan a sus anchas y muchas noches hay peleas, e incluso tiroteos. Roban de todo; hasta las duchas que instaló la Cruz Roja británica y que fueron arrancadas de cuajo para vender los hierros".

En cuanto anochece, las miradas se vuelven más agresivas y los personajes, más inquietantes. Pasear con el doctor es una garantía; las bandas le respetan porque lleva meses dando consuelo a los más pobres. Al fondo se ve algo de movimiento. Son chicas prostituyéndose para sacar dinero y mantener a sus hijos. La promiscuidad en los campos es muy alta y cada vez se dan más casos de violencia sexual, mientras aumentan los infectados por VIH.

El doctor Kobel estudió medicina en Cuba y había vuelto a Haití unos meses antes del terremoto. Es muy querido por las familias de Aviation Camp, en donde pasa consulta cada mañana a cientos de mujeres y niños. "Todavía no hemos tenido ninguna epidemia", explica, "pero las condiciones sanitarias son malísimas y con la llegada de las lluvias hemos empezado a tener casos de malaria. Como no hagan algo pronto, esto puede ser un desastre".

8.000 soldados internacionales pugnan por imponer el orden. En algún barrio, como Cité Soleil, no entra la policía

"Aquí la gente está empezando a cansarse de que no se solucionen las cosas", advierte Dubique. "Pueden producirse revueltas en cualquier momento, porque los haitianos saben que hay mucho dinero esperando para unos planes de reconstrucción que no llegan nunca". El Gobierno de René Preval está muy contestado y todo el mundo está esperando a las próximas elecciones de noviembre.

Mientras tanto, el ambiente es cada vez más hostil. Los 8.000 soldados internacionales desplegados por el país consiguen imponer el orden, pero en algunos barrios, como Cité Soleil, no entra ni la policía local. En este barrio, la vida transcurre en la calle, junto a toneladas de basura que son arrastradas por el agua desde las zonas altas de la ciudad.

Los componentes de una banda observan a los visitantes con una mezcla de agresividad y asombro, aunque al final se dejan fotografiar frente a una casa derrumbada, en medio de un barrio en el que los escombros no son muy diferentes de las chabolas en donde viven las familias. Aquí habitan cerca de 400.000 personas y está considerado uno de los slums más peligrosos del mundo, por la violencia que genera la extrema pobreza. Hay más de 30 bandas armadas que imponen su ley en la calles de esta favela haitiana. El 12 de enero por la noche, muchos de los 3.000 presos que escaparon de la cárcel de Puerto Príncipe fueron a refugiarse a Cité Soleil. Cientos de ellos fueron detenidos en las semanas siguientes, pero decenas siguen viviendo en el barrio.

En medio de ese ambiente hostil, suenan los rezos de mujeres y niñas en un templo evangelista. Al entrar se puede uno relajar y dejar de otear  a un lado y a otro a ver si alguien está mirando mal. La iglesia está medio derruida, pero no entra el agua que cae fuera, porque han puesto en el techo unos enormes plásticos de USAID. El pastor invita a entrar a los visitantes y sigue con su rito cristiano, preguntando a gritos a los fieles, en creole, para que estos respondan a coro “Amén”. Allí se respira un poco de esperanza, al menos durante unos minutos.

Los haitianos parece que quieren olvidar sus penas cuanto antes, aunque sigan enterrados en sus pesares y su miseria. "El luto duró tres meses", explica el pastor, "luego han empezado a volver a la vida, poco a poco. Las calles vuelven a estar abarrotadas y todos queremos  volver a la normalidad cuanto antes”. Algo realmente difícil, porque ni los más optimistas piensan que los campamentos puedan empezar a levantarse antes de 18 meses.

Vivir en un campo de golf

Los campos de desplazados son muy diferentes unos de otros. De los más de 900 que hay en Puerto Príncipe, solo un tercio están gestionados por alguna de las cientos de ONG que trabajan en el país. El resto se organiza como puede. De entre todos, hay uno emblemático, situado en el campo de golf del barrio más rico de la ciudad, Petionville, y que alberga a cerca de 50.000 personas. Es, probablemente, el mejor organizado, aunque las primeras semanas fuera un auténtico caos por la avalancha de gente que acudió allí a refugiarse.

Ahora está gestionado por la ONG J/P Haitian Relief Organization, que lidera el actor de origen irlandés Sean Penn, y que ha conseguido captar millones de dólares en Hollywood. Allí colaboran otras organizaciones, como Oxfam, Médicos sin Fronteras o Save the Children. El responsable del campo es un británico de 45 años, Alastair Lamb, que en su día sirvió en el Ejército y luego trabajó en la City de Londres.

"Este campo es una auténtica ciudad de casi 50.000 habitantes", explica Alastair. "En las últimas semanas, previendo una nueva catástrofe con la llegada de las lluvias, hemos tenido que hacer canalizaciones, con zanjas y sacos terreros, porque nos temíamos que todas las tiendas iban a ser arrancadas por el aluvión de agua que puede llegar desde lo alto de la montaña. Tuvimos que evacuar a unas 5.000 personas a otro campo, para abrir caminos entre las tiendas. Ahora parece que podremos pasar la temporada de lluvias".

Los haitianos intentan recuperar la normalidad en este campo. En las calles que se han formado entre las chabolas con techos de plástico, se han abierto varios mercados de comida, ropa, zapatos… y hasta un locutorio de teléfono. Allí se puede encontrar carne de pollo, huevos, lechugas, fruta de todo tipo, latas, botellas, arroz, pasta, frijoles y sacos de carbón para poder cocinar en infiernillos colocados en el suelo embarrado. Ayer llovió mucho y, aunque las canalizaciones han aguantado bien, se anda pisando el barro.

Dentro de una de las chabolas, Altani, una niña de unos diez años está ardiendo de fiebre. Su madre, María Altagracia, de 36 años, dice que la vio el médico por la mañana y que a lo mejor tiene malaria. En ese chamizo, de dos por dos metros, vive la mujer con sus seis hijos y el marido, que ahora ha bajado al centro a ver si encuentra algún trabajo. "Vivíamos en el centro, alquilados en una casa que se rajó por la mitad", dice María. "Tuvimos suerte de salir todos con vida y llegamos a este campamento el 13 de enero. Desde entonces, malvivimos aquí. Al principio nos daban de comer, pero desde abril tenemos que buscarnos la vida. Mi marido consigue algunos días trabajo y trae algo de dinero para comprar comida". En un brasero doble, la madre cocina en dos pucheros arroz y frijoles.

Como María, todos los desplazados de Haití dejaron de recibir alimentos el mes de abril. El Gobierno y las organizaciones internacionales decidieron que era el momento de cerrar el reparto de comida, para evitar una dependencia excesiva e incentivar que la gente volviera a sus casas. Pero el resultado no ha sido el deseado. Las familias siguen en sus chabolas, porque el Gobierno no ha empezado a reconstruir la ciudad, que sigue llena de escombros.

La reconstrucción no es una tarea fácil, porque en Haití no hay ni catastro ni registros fiables. Por eso, el Gobierno y las organizaciones internacionales avanzan muy despacio. En el mes de junio se lanzó un plan para catalogar las casas de Puerto Príncipe, que han dividido en tres: la rojas, que han quedado totalmente colapsadas; las amarillas, que han aguantado, pero que hay que reparar; y las verdes, que están habitables.

La idea es que todos los desplazados que vivían en casas verdes vuelvan a sus hogares cuanto antes. Pero surge el problema añadido que muchos de ellos estaban alquilados y ya no pueden pagar las cuotas mensuales. Además, los propietarios han aprovechado para subir los alquileres.

Con miedo en el cuerpo

La vida en los campamentos transcurre con una mezcla de miedo y desesperanza. El haitiano está acostumbrado a salir una y otra vez de situaciones penosas, pero ahora está al límite. Los techos de plásticos no van a aguantar los chaparrones y los vientos huracanados que llegarán pronto. Ya en julio, con la llegada de una pequeña tormenta tropical, el viento hizo volar los techos de 300 viviendas improvisadas en el barrio de Corail.

En el barrio de Carrefour Feuilles se levanta el campo de Tapis Rouge, en donde la sección española de Médicos sin Fronteras (MSF) gestiona un pequeño hospital, en el que atiende a los más de 10.000 desplazados de ese campo. Las condiciones son especialmente malas, porque las tiendas están montadas sobre la ladera empinada de uno de los cerros que bordean Puerto Príncipe. Los habitantes del campo saben que corren peligro, pero no tienen otro sitio donde ir, ni fuerzas para pensar en moverse.

Dorielan tiene 34 años y perdió a siete familiares en el terremoto: un hermano, dos sobrinos y cuatro sobrinas. Vive en Tapis Rouge con su marido y tres hijos, y ya no espera nada de la vida. "Llegamos aquí el 15 de enero, después de vagar tres días por la ciudad destruida y llorar a nuestros muertos", explica entre lágrimas. "Poco a poco, nos fuimos instalando en esta tienda y mi marido, que es albañil, consigue trabajar algunos días. Nos dicen que tenemos que volver a nuestra casa, pero está destruida y no nos dejan reconstruirla, porque el dueño quiere esperar a que le hagan una nueva y alquilarla por más dinero. Aquí tenemos un techo y no nos falta la comida, aunque sabemos que en cualquier momento el agua o el viento nos puede llevar por delante".

Tampoco Selena, de 28 años, tiene posibilidad de volver a su casa, que quedó totalmente destruida el 12 de enero. Vive con su hermana, tres hijos y dos sobrinos. "Ninguna de las dos tenemos marido, nos abandonaron hace tiempo", dice Selena, "pero nos ganamos la vida como podemos. Antes vivíamos de la venta ambulante de ropa, pero cuando se cayó nuestra casa llevamos la ropa a un almacén, que fue saqueado a los pocos días. Estamos intentando volver a comprar ropa para venderla, con la ayuda de un hermano que vive en el campo".

A pocos kilómetros de ese campamento, en el barrio de Carrefour hay un hospital, montado en una antigua escuela y gestionado por la división holandesa de Médicos sin Fronteras. Cuenta con dos quirófanos y muy buen equipamiento (tiene hasta rayos x), aunque las camas están situadas en enormes tiendas de campaña, porque los enfermos prefieren estas a los edificios. Al fondo está el pabellón de rehabilitación y ortopedia, en donde todavía hay decenas de pacientes que resultaron seriamente heridos durante el terremoto.

Elisabeth Toussaint tiene 43 años, es viuda y vio cómo un edificio se le desplomaba encima mientras paseaba por la calle. "Me quedé semienterrada durante más de media hora, hasta que unos vecinos pudieron levantar algunos escombros y me sacaron a la calle", explica con lágrimas en los ojos. "Allí estuve un día y una noche enteros sin que nadie supiera adonde llevarme. Al final me trajeron aquí el 13 de enero y tuvieron que amputarme la pierna derecha". Elisabeth tiene dos hijas de 20 y 11 años. La mayor está con ella en el hospital, atendiéndola, y la menor vive con una hermana. "Antes trabajaba como jefa de limpieza de una empresa", dice, "pero cuando salga de aquí no sé ni a donde iré, ni de qué viviré".

El terremoto dejó cientos de miles de heridos, la mayoría de ellos con fracturas muy peligrosas. Los equipos de emergencias de las principales ONG tuvieron que emplearse a fondo para salvar vidas y en solo 15 días tuvieron que efectuar más de 4.000 amputaciones, generándose un gran revuelo en un país en el que los impedidos están estigmatizados. Piensan que han sido castigados por los loas.

Nahomie también pasa los días sentada en una silla de ruedas. Tiene 21 años y la sacudida tiró un muro de su casa sobre ella. Los vecinos la pudieron sacar de debajo de los escombros después de varias horas y tenía una fractura abierta en la pierna. Tuvo que permanecer cinco días en lo que quedaba de su vivienda en Leogane, donde se registró el epicentro del terremoto, un pequeño pueblo a dos horas de Puerto Príncipe, hasta que su madre consiguió un transporte hasta el hospital en donde lleva más de seis meses. La han operado tres veces y ya ha empezado con la rehabilitación, pero la pierna no le responde y piensa que no podrá volver a andar. Su familia vive en un campo de desplazados cercano, y su madre la visita todos los días. El padre es pintor, pero ahora no hay paredes que pintar. "Quiero curarme pronto y estudiar medicina", dice Nahomie sin mucho entusiasmo.

Al otro lado de la ciudad, cerca del aeropuerto, MSF ha montado otro hospital en una antigua planta embotelladora de Coca Cola en Sarthe. El olor dulzón de la cola se mezcla con los de las salas de curas. Estamos a finales de julio y el calor húmedo empieza a ser insoportable. Melissa tiene 14 años y sabe que nunca volverá a andar. Su casa se derrumbó la tarde del 12 de enero, mientras hacía los deberes con su hermano pequeño, que murió en el acto. Ella tuvo más suerte, aunque se le rompió la columna y ha quedado paralítica, a pesar de dos operaciones. Su madre les había abandonado hace varios años para irse a Miami (una de los cientos de miles de haitianos que hizo la diáspora a Estados Unidos, Canadá o República Dominicana) y su padre, que es electricista sin trabajo, no se separa de ella ni un minuto. Es lo único que le queda.

Un campo de 50.000 habitantes
La mirada desafiante de un miembro de una de las bandas armadas que imponen su ley en Cité Soleil, un barrio de Puerto Príncipe donde ni la policía local se atreve a entrar.

Un campo de 50.000 habitantes
En esta foto, el pandillero con sus compañeros de banda, una de las 30 que actúan a sus anchas en la barriada de Cité Soleil.

Un campo de 50.000 habitantes
Una mujer vende lotería en las ruinas del Campo de Marte.

Un campo de 50.000 habitantes
El doctor Kobel Dubique, de 30 años, atiende desde el día siguiente al terremoto al aluvión de familias asentadas en Aviation Camp. En la foto, junto a su madre, asiste a una enferma de malaria.

Un campo de 50.000 habitantes
Una familia de refugiados en el campamento de Cité Soleil.1.300.000 haitianos viven bajo los plásticos de 1.384 campos de desplazados.

Un campo de 50.000 habitantes
Leoni sufrió la amputación de la pierna izquierda por el terremoto. Tiene 16 años y dice que la pierna ortopédica le hace mucho daño, por lo que no se la quiere poner.

Un campo de 50.000 habitantes
Un enfermo mental que se cree Obama, en el hospital de salud mental Beudet, situado en el barrio de Croix des Bouquets.

Un campo de 50.000 habitantes
Altani, de diez años, probablemente con malaria, vive con sus padres y sus cinco hermanos en una chabola del campo de Petonville.

Un campo de 50.000 habitantes
Selena (al fondo), de 28 años, vive con su hermana, tres hijos y dos sobrinos en el campo de Tapis Rouge, donde Médicos Sin Fronteras gestiona un pequeño hospital.

Un campo de 50.000 habitantes
Donde estaba el auditorio en los Campos de Marte ahora hay un campamento para refugiados.

Un campo de 50.000 habitantes
Grupos de personas con camisetas amarillas trabajan en las tareas de desescombro. Son los equipos contratados por programas de cash for work (dinero por trabajo) de algunas ONG.

Un campo de 50.000 habitantes
Una mujer que perdió a sus cuatro hijos en la catástrofe vende libros que rescata de las ruinas.

Un campo de 50.000 habitantes
Los desplazados dejaron de recibir alimentos en abril. Entonces, el Gobierno y las organizaciones internacionales decidieron cerrar el reparto para incentivar que la gente volviera a sus casas. Pero las familias siguen en chabolas porque el Ejecutivo no ha empezado a reconstruir la capital.

La visita al hospital sigue mostrando casos dramáticos. A Saturne, un vendedor ambulante de helados, de 43 años, le han operado cinco veces después de que el muro de la iglesia evangelista en donde rezaba se cayera sobre él y le destrozara la cadera. Va en silla de ruedas y sabe que no podrá mantener a sus ocho hijos, que viven en un campamento con una hermana suya. "Si antes era difícil ganarse la vida, ahora es imposible", dice. "Ya no nos queda ni esperanza".

En 15 días, los médicos tuvieron que hacer 4.000 amputaciones, en un país en el que los impedidos están estigmatizados

En otra nave de la misma planta embotelladora, la ONG Handicap International ha montado una zona de rehabilitación para las personas con piernas amputadas a las que les han dado otras ortopédicas. Allí intentan salir adelante ante un futuro poco prometedor. Leoni tiene 16 años y es la mayor de siete hermanos. Dice que la pierna nueva le hace mucho daño y no se la quiere poner, aunque sabe que dentro de menos de un mes tendrá que abandonar la nave e instalarse con su familia en una tienda de campaña de un campamento de Martissant. Llora cuando la insisten en que tiene que practicar.

Enfermos mentales olvidados

Si los impedidos están estigmatizados en Haití, los enfermos mentales son los grandes olvidados. En este país en el que se siente el vudú en cada esquina consideran que la enfermedad mental es un signo de estar embrujados y alejan a los "locos" de sus vidas. De hecho, no hay red de salud mental en Haití.

En el barrio de Croix des Bouquets (Cruz de Ramos), al este de Puerto Príncipe, está el hospital Beudet, único centro de salud mental del país. Está situado en un antiguo campo militar de los norteamericanos, que se convirtió en hospital en los años treinta y permanece casi igual que entonces. Dieciséis pabellones destartalados, que más parecen cuadras, rodean un enorme solar central por donde deambulan medio desnudos como almas en pena los 150 pacientes, junto a cabras, cerdos y gallinas que comparten con ellos la comida. Durante el terremoto se cayeron los muros exteriores y muchos de los enfermos escaparon, aunque casi todos han vuelto.

La organización española Médicos del Mundo tiene un programa de salud mental en Haití y sus representantes explican que el director del centro lleva meses pidiendo ayudas al Gobierno para arreglar el hospital, pero que no recibe ni dinero, ni respuesta alguna. No es una prioridad.

A pesar de la ayuda internacional, hay escombros en cada calle junto a toneladas de basura que se pudre

En una celda con barrotes, cerrada con un enorme candado, está Gabriel. Un paciente de 53 años que dice: "A veces oigo voces y me pongo un poco violento, pero aquí dentro estoy bien". Tiene esquizofrenia, lleva cinco años ingresado en la misma celda y no quiere tomar la medicación, aunque tampoco podría, porque hace tiempo que el hospital no la recibe. Gabriel dedica el día a la lectura y no sale nunca de su celda. Tampoco sale de su celda otro paciente que grita a los visitantes que se acerquen y asegura ser el presidente Obama.

Una ciudad destrozada

De vuelta al centro, Puerto Príncipe se muestra como una ciudad totalmente destruida. No parece que hayan pasado siete meses desde el terremoto. Es verdad que ya hay luz eléctrica tres o cuatro horas al día y que los trabajos de la ONG Oxfam han conseguido llevar agua potable y montar duchas y letrinas en la mayoría de los campos de desplazados. Pero los escombros siguen amontonados en cada calle, junto a toneladas de basura que se pudre.

El palacio presidencial, construido en 1918 al más puro estilo francés por el arquitecto haitiano Georges Baussan, sigue desplomado en un difícil equilibrio, al igual que la catedral, los edificios de doce ministerios y el de Naciones Unidas. En los Campos de Marte, una vendedora de lotería, rodeada de ruinas, ofrece un boleto al visitante. Es la paradoja de quien intenta vender la suerte en un país que nunca la ha conocido.

En algunas calles se pueden ver grupos de personas con camisetas rojas, verdes o amarillas, que trabajan desescombrando con picos y palas junto a camiones destartalados. Son los equipos contratados por programas de cash for work (dinero por trabajo), de algunas ONG, como Ayuda en Acción. Las excavadoras solo salen de noche, con sus enormes focos, en medio de la más absoluta oscuridad de una ciudad que está más muerta que viva.

¿Cuál es el futuro de Haiti? Los haitianos no saben o no quieren responder. Conocen su historia y su clase política. Han sufrido las dictaduras de los dos Duvalier, padre e hijo (Papá Doc y Baby Doc), y la de Aristide y están acostumbrados a las catástrofes naturales que asuelan cada año el país.

Sin embargo, el terremoto del 12 de enero ha conseguido movilizar, como nunca, a la comunidad internacional. La Conferencia de Donantes cuenta con 5.300 millones de dólares para reconstruir el país (350 de España), en los próximos 18 meses. Aunque no entregará estos fondos hasta que haya un gobierno estable, con un proyecto claro y transparente. Algo difícil para un país que, como dice el escritor chileno Rafael Gumucio, "prefiere ahorrar dinero para el funeral de sus hijos antes que para su hospitalización".

La noticia en su origen:
Los agujeros negros del planeta en ELPAÍS.com